Millones de estadounidenses mayores viven con condiciones de salud crónicas que limitan significativamente su vida diaria, pero se niegan obstinadamente a identificarse como “discapacitados”. Esta desgana, arraigada en normas culturales y orgullo personal, tiene profundas implicaciones para el acceso a la atención médica, el apoyo social e incluso el bienestar personal. Una encuesta reciente de la Universidad de Michigan revela una marcada desconexión: mientras que casi la mitad de las personas mayores de 75 años reportan dificultades con funciones básicas como caminar, oír o concentrarse, menos del 18% se consideran discapacitados.
La división generacional
Esta resistencia no se trata simplemente de negación; está profundamente arraigado en las actitudes de las generaciones mayores. Antes de leyes históricas como la Ley de Estadounidenses con Discapacidades (ADA) de 1990, la discapacidad a menudo se ocultaba, se estigmatizaba o simplemente se “endurecía”. Muchos adultos mayores fueron criados para creer que buscar ayuda era un signo de debilidad. Como dice una mujer de 82 años de California: “No puedo caminar muy lejos sin sentir dolor, pero intentaré rendirme con la mayor gracia posible”.
Esta mentalidad está cambiando entre los grupos más jóvenes. Entre las personas de entre 50 y 64 años con dos o más discapacidades, el 68% se identifica como discapacitado, en comparación con solo la mitad de los mayores de 65 años. Es más probable que las generaciones más jóvenes vean la discapacidad como parte de una comunidad, no como una falla personal.
Por qué es importante
La negativa a identificarse como discapacitado tiene consecuencias concretas. Según la ADA, las personas con discapacidades tienen derecho legal a adaptaciones en la atención médica, el empleo y los espacios públicos. Estos incluyen mesas de exploración accesibles, dispositivos auditivos amplificados y asistencia con la movilidad. Sin embargo, muchos adultos mayores no solicitan estas adaptaciones, ya sea por orgullo, ignorancia o la creencia de que pueden “arreglárselas”.
Esta desgana también afecta la salud mental. Los estudios muestran que las personas discapacitadas que se identifican como tales reportan niveles más bajos de depresión y ansiedad, mayor autoestima y mayor autoeficacia. Reconocer las propias limitaciones y buscar apoyo puede ser empoderador.
El sistema también falla
Incluso cuando los adultos mayores solicitan adaptaciones, la aplicación de la ADA sigue siendo irregular. Muchos proveedores de atención médica no ofrecen asistencia de manera proactiva y los pacientes a menudo no informan las violaciones. Esta falla sistémica refuerza el estigma y desalienta a otros a hablar.
Cambiando la narrativa
Superar esta resistencia requiere un cambio cultural. Las generaciones más jóvenes deben seguir normalizando la discapacidad como parte natural de la vida. Los proveedores de atención médica deben ofrecer adaptaciones de manera proactiva y los formuladores de políticas deben fortalecer la aplicación de la ADA.
Sin embargo, el primer paso es simple: reconocer que discapacidad no es una mala palabra. Es una realidad para millones, y aceptar esa realidad es la única manera de garantizar que todos tengan acceso al apoyo que necesitan.
Al final, identificarse como discapacitado no se trata de debilidad; se trata de autodefensa, dignidad y el derecho a vivir una vida plena y accesible






































































